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¿Cuál es la solución al problema catalán y otros secesionismos?



                ¿Cuál es la solución del problema de Catalunya y el encaje del Estado español? A esta respuesta prometimos otro artículo. Me lo han pedido distintas personas. Algunos podrán decir aquello de “zapatero a tus zapatos”, en el sentido de que lo mío es el periodismo y la docencia, no la política. Sin embargo, presionado por escribir este artículo esbozaré algunos trazos cara al futuro.

                En primer lugar diré que lo de Catalunya ha llegado muy lejos por la bisoñez del Gobierno de Madrid de no enterarse de lo que pasa en la periferia y atajar los problemas en su raíz. No se enteró de que se formaba un caldo de cultivo independentista y que muchos catalanes que no lo eran, ahora se confiesan independentistas. A última hora quieren resolver problemas con propuestas fuera de lugar y del tiempo político como la de María Dolores de Cospedal --probablemente influenciada por esta líder mediocre del PP metida a política llamada, Alicia Sánchez-Camacho— que propone “gran coalición contra el independentismo”. De Cospedal, secretaria general del PP, cada vez que habla de política catalana se equivoca porque desconoce el terreno.

                Por otro lado, está la responsabilidad del  PSOE, que ha mirado y mira a Catalunya desde Andalucía y pensando más en los votos que tienen los delegados del PSC en los congresos del partido que en el bien del propio partido, ya no digamos de España. Zapatero salió elegido porque los catalanes del PSC cambiaron su voto prometido a Bono porque aquel  quería “hacer lo que digan los catalanes” y Bono perdió la secretaría y la presidencia del Gobierno. El PSC quiere mantenerse un partido independiente del PSOE, y así lo dicen sus estatutos, pero en realidad quiere ser influyente y hasta determinante en las decisiones de la cúpula del PSOE.

                El independentismo catalán empezó en serio cuando la Esquerra Republicana de Carod-Rovira llegó a ser “llave”, bisagra decisiva, tanto en el tripartido presidido por el socialista Maragall como en el del también socialista Montilla, auténtico muñidor de pactos y subterfugios para desbancar a CiU del poder. No fue Maragall quien brindó en bandeja los votos del PSC a Zapatero en el Congreso del PSOE, sino Montilla, porque quería romper el pacto entre CiU y el PP, por un puro cálculo de poder. Así, el PSC se vio obligado a reformar en forma soberanista el Estatuto –que no lo han modificado ni los vascos—y el Tribunal Constitucional después de muchas zozobras y errores de bulto en su gestión, recortó el Estatuto que fue aprobado con menos de la mitad del censo electoral. Montilla se rasgó las vestiduras, pero olvidó que el Pacto del Tinell, que puso en pie el primer tripartido, excluía al PP –el segundo partido de España—de cualquier acuerdo entre ellos la elaboración del Estatuto, por voluntad explícita del PSC, ERC e ICV, cometiendo un grave pecado original que nunca se borró.  El PP cometió la torpeza de una campaña muy fuerte contra Catalunya a causa del nuevo Estatuto y esto removió los sentimientos nacionalistas, conduciéndolos hacia posiciones cada vez más extremas.

                Hace unos meses, Jordi Pujol pocas semanas antes de su confesión,  dijo en una conferencia pública que el independentismo no tiene vuelta atrás, porque el Estado español está hundido y todas sus instituciones hacen aguas por todas partes, desde la monarquía, al Tribunal Constitucional, al Poder Judicial  y a los partidos donde se cuentan por docenas los casos de corrupción. El Estado es débil, vamos a por él, vino a decir. Es el momento. Pero hoy nadie dice que el estado español es débil, sino que –como dijeron los parlamentarios catalanes en el debate sobre política general de septiembre de 2014—el Estado español es fuerte y por eso Catalunya se encuentra internacionalmente aislada.

                La historia enseña que tanto en España como en Gran Bretaña, o como con cualquier otro país europeo, cuanto mayor es la autonomía de un territorio con tradiciones nacionalistas, es decir cuanto mayor es el poder de las elites, de los grupos políticos, sociales y empresariales del territorio, ya no se conforman con gestionar una autonomía, sino que quieren el poder total y se vuelven independentistas. Agitan los sentimientos nacionalistas y crean un caldo de cultivo populista que con un gobierno local favorable, como los casos de Catalunya y Escocia, buscan la independencia. A Europa esto no gusta, porque Europa se construyó como unión de estados y es muy difícil gobernar con 28 estados como para ser gobernada por un centenar de naciones por muy históricas que fueran. Sería la torre de babel, con casi 100 lenguas oficiales (nadie querría hablar co n otra lengua que no fuera la suya)  y tropecientos intereses de los poderes que en estas naciones surgieran.

                La crisis de España es una crisis de la estructura del Estado tal como de entiende ahora: hay autonomías que parecen reinos taifas y otras son secesionistas con lo que algo se hizo mal en el Estado de las Autonomías que a los 35 años rechina por todas partes. Además, el Poder Judicial está politizado y es clientelar, con lo que se rompe ahí la división de poderes de Montesquieu. Los partidos tienen una corrupción sistémica porque no hay manera de inventar una fórmula de financiación que evite depender de la “mordida” al presupuesto, con lo que el poder legislativo y el ejecutivo están a merced del gran capital, del poder financiero y de las clases dominantes lo mismo que los medios de comunicación y las instituciones intermedias (sindicatos, patronales, etc.), o la llamada sociedad civil contaminada también por el poder y el dinero. Lo único que se salva en este momento –no era así hace unos meses-- es la institución monárquica, que ha sabido ponerse al día tras los escándalos que perseguían al rey Juan Carlos y que le costó la abdicación. De momento nadie cuestiona en España la monarquía de Felipe VI, salvo los republicanos de siempre que llevan la república en los genes.

                Rebus sic  stantibus”, estando así las cosas, la única fórmula es entrar en una catarsis por tiempos. En primer lugar, en cuanto se tengan las ideas claras y se haya establecido un consenso generalizado, la reforma constitucional es inevitable con el fin de poder construir un Estado más eficiente, menos clientelar y donde se persiga duramente la corrupción, que de haberla siempre la habrá, como el fraude fiscal, y el corrupto se sienta. En esta Constitución debe eliminarse el Tribunal Constitucional, excesivamente politizado y fuente de líos, y crear un poder judicial que sea lo más independiente posible de la política y de los partidos, del Gobierno, del Congreso y del Senado. Y en la reforma eliminar por inútil el Senado que es muy caro. Las administraciones de este nuevo Estado deberían ser tres: central, autonómica y local, suprimiendo las diputaciones cuyas competencias pasarían a las autonomías. Las autonomías solo tendrían un poder real las históricas, como Euskadi, Navarra, Catalunya, Galicia y tal vez Andalucía, lo que llevaría a una reforma administrativa. Los creadores del Estado de las Autonomías conocían muy bien al franquismo y lo desmontaron, pero no conocían tanto la historia de España ni la idiosincrasia de los españoles.

Para ello es necesario mucho liderazgo y mucha autoridad moral, así como un rearme moral de la sociedad española que crea en sí misma y tenga esperanza cara al futuro. No es nada fácil.

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