La única
revolución pacífica
De las grandes revoluciones de la
Edad Contemporánea, la única revolución pacífica que no generó odio, ni
venganzas, ni violencia, fue la que tumbó el poder totalitario comunista. Esta
revolución se llevó a cabo sin el jacobinismo francés que derivó en El Terror
de Robespierre (1793-94) en la Revolución Francesa, y sin el asalto al Palacio
de Invierno de Rusia en la Revolución de Octubre de 1917 que derivó en el
terror de Stalin, con sus purgas y la esclavización de pueblos como
Ucrania, Checoslovaquia y Hungría, entre otros. Ahora vivimos la
revolución islámica, del Estado Islámico, que llena de cadáveres allá donde
pisa.
El
pacifismo de la revolución se demuestra por el hecho de que todos los jefes de
estado de los países comunistas, salvo Rumanía, murieron de muerte natural. Así,
el
presidente de la República Democrática Alemana, Erich Honnecker, se exilió y
murió en Chile de muerte natural. El dictador general Wojciech Jaruszelsky,
polaco, ha fallecido en su país este año
2014 a los 90 años y nunca fue condenado por lo que hizo; lo mismo ocurrió en Hungría
con Janos Kadar; en Albania con Ramiz Alia (solo sufrió una condena de solo
tres años), Bulgaria con Todor Zhivkov, que murió en su casa de Sofía a causa
de una neumonía; el gran perseguidor de los católicos, Gustav Husak de
Checoslovaquia, sucesor de Alexander Dubcek, que murió en Praga en 1991, a los
78 años convertido al catolicismo al final de su vida por mediación de su
hermana, y un largo etcétera. El propio Mijail Gorbachov, vive hoy en Rusia, fue
el que quiso abrir una puerta a la democracia y esta terminó por engullirlo.
En la Europa del Este hay dos
salvedades a la revolución pacífica: la de Rumanía, que no fue una revolución
sino una especie de golpe de Estado montado por los propios comunistas contra
el todopoderoso Nicolae Ceausescu (ejecutado junto a su esposa el día de
Navidad de 1989), y la de Yugoslavia, un “país” artificial compuesto por
numerosas etnias, lenguas y religiones, creado por las potencias vencedoras de
la Primera Guerra Mundial y que tras la dictadura comunista de Josip Broz Tito
(1980) sus sucesores no supieron o no pudieron mantener la compleja unidad y el
país quedó troceado: todavía hoy subsisten las heridas de las guerras entre los
territorios de la antigua Yugoslavia.
Son varios los historiadores que
han analizado desde distintos ángulos la caída del comunismo. Walesa dijo que
un 50 por ciento se debe al desafío moral y religioso lanzado por el papa Juan
Pablo II, otro 25 por ciento al presidente de los Estados Unidos, Ronald
Reagan, y otro 25 por ciento repartido entre Mijail Gorbachov y las luchas
obreras de Solidarnosc. . El mismo
Gorbachov atribuya una parte “esencial” a Juan Pablo II la caída del comunismo
(M. Gorbachov, Memorias, 1985, y S.
Aragonés. Los papas, Italia, el comunismo,
2012) Al Papa, hoy santo, lo quisieron asesinar en plena plaza de San Pedro de
Roma, el día 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de Fátima. Se salvó el
Papa de milagro y su convalecencia duró meses. El Papa perdonó desde el primer
momento –véase L’Osservatore Romano
del 14 de mayo de 1981-- a quien atentó contra su vida, el terrorista turco
Mehmet Ali Agca, a quien visitó en la cárcel. Fue la Virgen de Fátima, según la
tradición, la que predijo, si el mundo rezaba, que antes de acabar el siglo XX
caería el ateísmo de Rusia. El año de las apariciones de Fátima, 1917, tuvo
lugar la Revolución de Octubre en Rusia. Voclav Havel, un no creyente que
lideró la revolución en Checoslovaquia,
afirmó que la caída del comunismo fue “un milagro”. De hecho nadie creía
ni esperaba la caída del imperio más fuerte del mundo junto al de los Estados
Unidos. Solo Juan Pablo II sabía, o al menos así lo cuenta su biógrafo George
Weigel, que el imperio soviético tenía
los pies de barro: lo conocía desde dentro. Juan Pablo II contó (Memoria e Identidad, 2005) que su mayor
preocupación durante el proceso liberador de los pueblos europeos bajo régimen
comunista fue que no estallara otra guerra mundial. Varios analistas de la
época afirman que la Unión Soviética no quiso, ni podía, hacer frente a la
crisis polaca, por el desgaste moral, económico y militar que le produjo la
invasión de Afganistán.
Una anécdota personal para
terminar. Siendo corresponsal en Roma el 16 de octubre de 1978, y mientras los
cardenales estaban reunidos en Cónclave (que eligió al papa Wojtyla), me
encontraba en la plaza de San Pedro con Mons. Bogumil Lewandowski y un grupo de
cinco personas mientras esperábamos la “fumata”. Hablábamos del futuro Papa aún
desconocido y Mons. Lewandowski dijo: “En Polonia hemos rezado mucho para que
antes del año 2000 caiga la dictadura comunista”. Lo tomamos a broma pues
pensábamos –todo el mundo lo pensaba-- que el comunismo duraría muchos,
muchísimos años. Al poco rato salió elegido el nuevo Papa. Fue un papa polaco:
Karol Wojtyla.
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