La abdicación de Alberto
II de Bélgica a favor de su hijo el Príncipe Felipe es una noticia más que da
que pensar en la Monarquía Española. La abdicación del rey de los belgas, con
79 años, a favor de su hijo Felipe que ya ha superado los 50 años, tiene varias
lecturas, y en relación a España, tal vez más lecturas que en las monarquía que
le precedieron este mismo año 2013 como la de Holanda y la de Dinamarca.
La abdicación del Rey Alberto II viene precedida por
una crisis de Estado en Bélgica como no lo hubo desde tiempos del Rey Leopoldo,
con 500 sin poder formar gobierno a
causa de la división entre valores y flamencos. Ya se dijo en tiempos
del primer monarca belga, Leopoldo I que Bélgica no era una nación, sino la
unidad de flamencos y valores en la persona del Rey. El Rey de los belgas, por
tanto, ha de ser un monarca que sopese mucho el equilibrio entre estas dos comunidades
entre las comunidades que hablan francés (valones), flamenco y también en
alemán. Por eso su despedida la leyó en los tres idiomas oficiales de este
estado.
También el Rey de España, Juan Carlos I, en un caso
semejante, deberá dimitir hablando en español, euskera, catalán y gallego. La
lengua no conforma una nación, pero la justifica y le da el eje vertebral de
todo lo demás. Unamuno, por ejemplo, hablaba de la España plurilingüe y criticaba
a los universitarios, a las personas cultas, que “aún no hablaban y /o
entendían catalán”. Esto es algo que hoy se intenta paliar, y parece que entre
las personas cultas se pasa del rechazo del catalán a su asunción y
conocimiento, al menos como lengua que se entiende perfectamente, pero no como
José María Aznar que dijo aquella estupidez de hablarlo “en la intimidad”. Tal
vez lo dijo –al no tener mayoría absoluta para gobernar-- pensando en Enrique
IV, Rey de Navarra, albigense, y luego propuesto al trono de Francia (católico),
que “París bien vale una Misa”. El catalán es una lengua cada vez más respectada
en el mundo cultural español, aunque en las redes sociales aparecen insultos de
una parte y otra que nada tienen que ver con la buena educación y menos con el
nivel cultural de quienes los propician.
Otro paralelismo entre la monarquía belga y la
española son las desavenencias matrimoniales. Esto no ha sido ningún problema
en Bélgica para educar al Príncipe Felipe fuera del hogar familiar y darle una
educación adecuada, tutelada por los reyes Balduino y Fabiola. No es el caso del
español Felipe de Borbón, aunque en su vida, a sus 45 años, ha visto y ha
vivido en el seno de una familia en la que se han dado diversas y múltiples
vicisitudes anormales, como rupturas, hasta acusaciones de malversación de
dinero. El Príncipe Felipe de Borbón dijo un día: “Yo sé muy bien lo que juré”
cuando tomó el título de Príncipe de Asturias y sucesor al trono de España. Es
una frase que tiene un tinte de enigmático. También su padre juró lo que el general
Franco le puso por delante: la Ley Orgánica del Estado, los Principios del
Movimiento Nacional, el Fuero del Trabajo, la Ley de Sucesión, etc., que en el
reinado de Juan Carlos no duraron más a un año, a lo que hay que añadir:
gracias a Dios. Construyó un régimen basado en una democracia del “laissez faire, laissez passer” que ha
dado –y da—muchos trabajos a los jueces por la corrupción, y también a los
políticos que no paran de discutir ni entender lo que es el estado de las
autonomías, entrando incluso en secesionismos.
Los príncipes belgas, Felipe y Matilde, al decir de
los belgas, son una incógnita, porque dudan si el Príncipe Felipe sabrá
mantener, como Leopoldo I y sus sucesores, el dificilísimo equilibrio entre
flamencos y valones. El aún rey Alberto
II, ante la crisis de Estado, ante la crisis familiar y ante la delicada salud
no se siente con fuerzas para seguir adelante en este delicado momento y prefiere pasar el testigo a su hijo. Muchos
piensan que un príncipe, situado en el trono no es lo mismo que fuera de él,
pues el oficio viene del cargo y muy distintas se ven las cosas desde un puesto
sin responsabilidades directas a tener que lidiar, día sí y día también, en los
litigios en que viven de modo permanente los belgas.
El Rey Juan Carlos tiene problemas familiares mucho
más importantes que el Rey Alberto II, y además vive en un momento donde la
articulación o encaje del Estado está en entredicho a causa de las autonomías,
donde 17 parlamentos seguirán haciendo leyes y más leyes, creado complicadas
situaciones y no solo en los mercados, sino en la vida de diaria lo que seguirá
motivando divisiones e incomprensiones. Los problemas familiares pueden resolverse
con la sucesión: con un nuevo rey, borrón y cuenta nueva. Como se dice en Roma
con los papas: “un Papa bolla e l’altro
sbolla”, es decir que un Papa hace las cosas de una manera, pero el
siguiente las puede hacer de otra y elimina los gérmenes negativos que haya
podido crear el predecesor. Lo vemos con el papa Francisco, lo vimos con Juan
Pablo II, del que me alegro que a final de este año será proclamado santo, pues
la multitud el día de su entierro ya clamó “¡Santo súbito!” y el pueblo es mucho más sabio de lo que se cree: es
lo que se llama en latín “sensus fidei”
y que recogió el Concilio Vaticano II.
De lo dicho queda seguro que el príncipe español
Felipe de Borbón reinará de otra manera –esperamos que mejor—de lo que lo está
haciendo su padre el rey Juan Carlos y no hay que cortar las alas a los
delfines. Felipe de Borbón sabe bien que si no reina al gusto de su pueblo, tal
vez llegará el final de la monarquía española. Por eso es de esperar que hará
algo mejor que el juancarlismo: “laissez
faire, laissez passer”, lo que ha servido para que Andalucía y las finanzas
del PP, por no decir otras historias como el caso Urdangarín, hayan llenado de
papeles de papeles a los juzgados y y cuyas sentencias no se prevén para pasado
mañana.
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