Por Salvador Aragonés
Periodista y Profesor de la UIC
La reorganización de la enseñanza en los niveles obligatorios ha generado un sinfín de comentarios y la lógica preocupación de si los recortes mantendrán la calidad de los servicios prestados. Los que hemos conocido diversas reformas educativas, desde la de Villar Palasí, con la EGB, observamos que estas no han mejorado el nivel medio de conocimientos generales de los alumnos, ni ha mejorado la disciplina en las aulas, ni el grado de comprensión lectora y menos la capacidad de expresión de los alumnos. En otras palabras: ha empeorado la calidad, como ya lo demuestra el Informe Pisa.
Las reformas llevaron a una drástica reducción de alumnos por aulas y de horas lectivas de profesores. No se entiende que antes con 40 o 60 alumnos por aula estos sabían más que hoy con “un máximo” de 25 alumnos (lo cual significa que hay aulas con 12, 15 y 20 alumnos). La calidad mucho depende no solo del profesor, sino del ambiente familiar y social de los alumnos. Hoy los alumnos van con teléfonos móviles funcionando a todo tren, tienen familias destartaladas y un planteamiento educativo poco basado en el esfuerzo personal, la responsabilidad y el trabajo del alumno. Los mismos libros de texto, que cambian cada año, ayudan poco al alumno –vistos los resultados de Pisa-- a la abstracción, a la comprensión de posteriores textos escritos. Es el sistema el que está viciado.
Se quiere –lo dicen las pancartas desde hace 40 años—una escuela pública, gratuita y de calidad, pero existe un fracaso escolar y unos costes educativos demasiado altos ¿no podríamos racionalizar la educación? Por ejemplo con más alumnos por aula y con un profesorado que dedique una hora lectiva más a la semana. ¿Es mucho pedir? Claro que no es todo generalizable. Si pasamos de 25 a 30 alumnos “como máximo” por aula, en primaria, tendremos que cerrar algunas aulas y despedir algunos profesores, pero los alumnos tendrán una escuela mayor con una mejor biblioteca y unos mejores laboratorios. El objetivo no es ahorrar, sino mejorar la calidad. Claro que en el caso de la ESO y del Bachillerato, el problema es que las aulas se construyeron pequeñas y al aumentar el número de alumnos es complicado por falta de espacio: ¡qué bisoñez y mala planificación los que creían fabricar aulas para toda la vida y no hacerlas un poquitín más amplias!
El otro día dos representantes de los sindicatos USTEC y CC.OO. hablaban por TV3 indignadísimos, con mala uva, en contra de los cambios. Parecía como si la enseñanza se fuera a hundir. Varias generaciones hemos estudiado teniendo en clase 40, 50 y hasta 60 alumnos, y estos salieron --salimos– en general bien formados. Yo estudié en una escuela pública primero y un instituto público después, y guardo muy buenos recuerdos de profesores y compañeros. Claro que el entorno social y familiar eran distintos, pero también los profesores se esmeraban en dar bien las clases, no teníamos televisión ni móviles, ni motocicletas (de eso mucha culpa la tienen los padres), pero se nos exigía saber bien el programa de las asignaturas a final de curso y quien no lo sabía repetía curso.
En los últimos años la presión de los sindicatos de profesores era reclamar menos horas lectivas, más salario y menos alumnos por aula, y el sistema, en principio, lo podía pagar. No había problemas. Pero ahora el sistema ya no lo puede pagar. Además el fracaso escolar sigue siendo alto, no ha mejorado el nivel y la calidad de la enseñanza. No diremos que la culpa es solo de los profesores, como hemos visto antes, pero no creo que por este par de retoques, amén de la bajada de sueldos que es general para todos los funcionarios, vayan a indignarse los sindicalistas, porque no hay otra alternativa: o esto o a pagar la escuela pública, a manera de copago. Esto va contra la Constitución de 1978 (art. 27) que quiere una enseñanza “gratuita” en los “niveles obligatorios”.
Sabemos que la LOGSE y sus leyes sucesivas han fracasado: hay que exigir más esfuerzo, más autoridad, más dedicación y preparación del profesorado, y que el objetivo de la enseñanza obligatoria no es llevar alumnos a la universidad, sino a que aprendan a ir por la vida y elijan un oficio o profesión que mejor encaje a sus capacidades y gustos con unos conocimientos generales adecuados a la vida actual.
Periodista y Profesor de la UIC
La reorganización de la enseñanza en los niveles obligatorios ha generado un sinfín de comentarios y la lógica preocupación de si los recortes mantendrán la calidad de los servicios prestados. Los que hemos conocido diversas reformas educativas, desde la de Villar Palasí, con la EGB, observamos que estas no han mejorado el nivel medio de conocimientos generales de los alumnos, ni ha mejorado la disciplina en las aulas, ni el grado de comprensión lectora y menos la capacidad de expresión de los alumnos. En otras palabras: ha empeorado la calidad, como ya lo demuestra el Informe Pisa.
Las reformas llevaron a una drástica reducción de alumnos por aulas y de horas lectivas de profesores. No se entiende que antes con 40 o 60 alumnos por aula estos sabían más que hoy con “un máximo” de 25 alumnos (lo cual significa que hay aulas con 12, 15 y 20 alumnos). La calidad mucho depende no solo del profesor, sino del ambiente familiar y social de los alumnos. Hoy los alumnos van con teléfonos móviles funcionando a todo tren, tienen familias destartaladas y un planteamiento educativo poco basado en el esfuerzo personal, la responsabilidad y el trabajo del alumno. Los mismos libros de texto, que cambian cada año, ayudan poco al alumno –vistos los resultados de Pisa-- a la abstracción, a la comprensión de posteriores textos escritos. Es el sistema el que está viciado.
Se quiere –lo dicen las pancartas desde hace 40 años—una escuela pública, gratuita y de calidad, pero existe un fracaso escolar y unos costes educativos demasiado altos ¿no podríamos racionalizar la educación? Por ejemplo con más alumnos por aula y con un profesorado que dedique una hora lectiva más a la semana. ¿Es mucho pedir? Claro que no es todo generalizable. Si pasamos de 25 a 30 alumnos “como máximo” por aula, en primaria, tendremos que cerrar algunas aulas y despedir algunos profesores, pero los alumnos tendrán una escuela mayor con una mejor biblioteca y unos mejores laboratorios. El objetivo no es ahorrar, sino mejorar la calidad. Claro que en el caso de la ESO y del Bachillerato, el problema es que las aulas se construyeron pequeñas y al aumentar el número de alumnos es complicado por falta de espacio: ¡qué bisoñez y mala planificación los que creían fabricar aulas para toda la vida y no hacerlas un poquitín más amplias!
El otro día dos representantes de los sindicatos USTEC y CC.OO. hablaban por TV3 indignadísimos, con mala uva, en contra de los cambios. Parecía como si la enseñanza se fuera a hundir. Varias generaciones hemos estudiado teniendo en clase 40, 50 y hasta 60 alumnos, y estos salieron --salimos– en general bien formados. Yo estudié en una escuela pública primero y un instituto público después, y guardo muy buenos recuerdos de profesores y compañeros. Claro que el entorno social y familiar eran distintos, pero también los profesores se esmeraban en dar bien las clases, no teníamos televisión ni móviles, ni motocicletas (de eso mucha culpa la tienen los padres), pero se nos exigía saber bien el programa de las asignaturas a final de curso y quien no lo sabía repetía curso.
En los últimos años la presión de los sindicatos de profesores era reclamar menos horas lectivas, más salario y menos alumnos por aula, y el sistema, en principio, lo podía pagar. No había problemas. Pero ahora el sistema ya no lo puede pagar. Además el fracaso escolar sigue siendo alto, no ha mejorado el nivel y la calidad de la enseñanza. No diremos que la culpa es solo de los profesores, como hemos visto antes, pero no creo que por este par de retoques, amén de la bajada de sueldos que es general para todos los funcionarios, vayan a indignarse los sindicalistas, porque no hay otra alternativa: o esto o a pagar la escuela pública, a manera de copago. Esto va contra la Constitución de 1978 (art. 27) que quiere una enseñanza “gratuita” en los “niveles obligatorios”.
Sabemos que la LOGSE y sus leyes sucesivas han fracasado: hay que exigir más esfuerzo, más autoridad, más dedicación y preparación del profesorado, y que el objetivo de la enseñanza obligatoria no es llevar alumnos a la universidad, sino a que aprendan a ir por la vida y elijan un oficio o profesión que mejor encaje a sus capacidades y gustos con unos conocimientos generales adecuados a la vida actual.
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