Los Juegos Olímpicos de Barcelona cumplen hoy 25 años de su
inauguración, coincidiendo con la fiesta de Santiago Apóstol, patrono de
España. Si una palabra puede resumir aquellos Juegos es “ilusión”, una ilusión
colectiva que impregnó a toda una ciudad, a todos cuantos participaron en esta
efemérides deportiva.
Hoy, a los 25 años de aquellos Juegos Olímpicos (dicen que
los mejores de la historia), pocos se acuerdan en la ciudad de Barcelona los
éxitos deportivos más sobresalientes, pero una cosa sí recordamos todos: los
35.000 voluntarios que hicieron posible el éxito mundial de unos JJ.OO., junto
a los 15.000 en los Juegos Paralímpicos. Fueron estos voluntarios, repartidos
por todas las partes de la ciudad, los grandes animadores con su entrega, con
su sonrisa, con su ilusión lo que más destacan los barceloneses hoy.
En la ceremonia de clausura de los Juegos, el presidente del
CIO (Comité Olímpico Internacional), el barcelonés Juan Antonio Samaranch, pudo
pronunciar estas palabras elogiosas para los voluntarios. “Estos han sido, sin ninguna duda, los mejores Juegos de toda la
historia olímpica. Gracias de todo corazón a los miles y miles de voluntarios.
Nos sentimos orgullosos de vosotros.
Nos habéis dado el mejor ejemplo de lo
que es la juventud actual de nuestro país”.
Y junto con Samaranch, hay que destacar la labor del alcalde
de la ciudad, Pasqual Maragall, que transformó Barcelona en una ciudad cara al
mar.
Los 35.000 voluntarios fueron seleccionados, después de un
periodo de formación, de entre los 120.000 que, procedentes de toda España,
habían solicitado una plaza de voluntario.
¿Qué hacían los
voluntarios? Si decimos que un tercio de la organización de los JJ.OO de
Barcelona descansó sobre los voluntarios, en parte está dicho todo. Unos
estaban en la Villa Olímpica donde vivían los atletas o la llamada “familia olímpica”, otros en los
estadios, al servicio de los atletas, los jueces, la organización, el público. Otros
en los servicios sanitarios, en el transporte, en la calle repartiendo agua
fresca al público que acudía a las sedes olímpicas.
Todos recuerdan la imagen de aquel atleta británico, Derek
Redmond, que poco antes de llegar a la meta se lesionó y quiso llegar a la meta
arrastrándose con una pierna, hasta que su padre, Jim, bajó de las escaleras,
saltó la barrera y ayudó a su hijo a llegar a la meta que llegó con lágrimas en
los ojos. Jim fue un “voluntario” a pesar suyo.
Recuerdo un joven de
unos 19-20 años que repartía agua fresca sacada de unos grandes recipientes
con hielo. Estaba contento y no paraba de ofrecer botellas de agua a los que
pasábamos. Yo le pregunté: “¿no te
gustaría mejor estar en un estadio, en lugar de estar en la calle bajo este
sol?” Era una calle ancha y sin árboles que conducía hacia el Estadio Olímpico.
Y me respondió: “Lo
importante es ser útil. Para eso me hice voluntario, ¿no?”. Y añadió:
“¡Claro que me gustaría estar en un estadio y ver a los grandes atletas…! A
quién no le gustaría, pero cuando eres voluntario vas donde puedas hacer un mejor
servicio. No es una cosa de gustos”.
A la vuelta, el joven seguía ahí, tres horas después. Hablé
de nuevo con él. Estaba un poco cansado. Me dijo que su padre era conductor de
camiones y él estudiaba Derecho (Leyes) en la Universidad Autónoma de Barcelona.
No le he visto nunca más.
Sin la aportación de los voluntarios, no hubiera sido
posible el éxito de los JJ.OO. de Barcelona’92. Me acordé del muchacho que
servía agua a los caminantes cuando escuché el himno final de los Juegos: “Amigos para siempre”.
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