En estos tiempos modernos el trabajo no parece hecho para el hombre y sí en
cambio el hombre para el trabajo. Lo mismo podría decirse de la empresa. Es fácil oír en nuestros días expresiones como
“donde trabajo ¡están todos locos!”. O bien “vivimos rodeados de locos, y cada
vez más locos”, porque el trabajo tal como se entiende hoy tiene una visión
oblicua del hombre, imperfecta, con una visión antropológica no pocas veces
destructora.
El hombre y la mujer a veces han de
adaptarse a un ritmo de trabajo que no les favorece ni a su persona, ni a su
salud, y tampoco a su bienestar material pues los salarios son bajos o muy
bajos y las condiciones laborales dejan mucho que desear al hombre o a la mujer
como mujer. En estas circunstancias la evangelización dentro de la familia se
hace complicada. Si el fin de semana se
pasa fuera de casa, hay niños que no asisten a misa porque no van sus
padres, aunque a veces se lo piden. De este modo lentamente se va perdiendo el
contacto con lo sobrenatural, con Dios.
¿Por qué hay muchos niños de padres
cristianos que no saben ni el Padrenuestro? Porque nadie se lo ha enseñado. Los
obispos, especialmente de los países occidentales desarrollados, los llamados
de los “estados del bienestar”, ven cómo se
pierde la fe al pasar de una generación a otra, de los que tiene ahora entre 30
y 50 años, a la nueva generación de los que tienen menos de 30. Si los
padres (hoy abuelos) –ciertamente en circunstancias económicas y sociales bien
distintas, sin este desesperado deseo de tener más y más, ni de pensar tanto en
sí mismo —supieron dar una formación cristiana a sus hijos ¿por qué no seguir
haciéndolo ahora los padres con sus hijos y los abuelos con sus nietos? Y en
esto precisamente ha pensado el Sínodo de Obispos. Los abuelos son los que pueden y deberían mantener la transmisión de la
fe en las familias.
A un niño es fácil hablarle de Dios,
del Niño Jesús, de la Virgen, de los ángeles, lo entiende mucho mejor que un
adulto. Ahora en la Navidad, el papa Francisco pidió
que esta Navidad de 2014 no sea una Navidad donde lo importante sea comprar regalos
y comer mucho, sino que lo importante sea interiorizar los misterios de la
Navidad, el nacimiento del Hijo de Dios, la Sagrada Familia, los Reyes Magos,
los pastores, todos ellos tan bien representados en las figuritas del Belén. La Navidad, dijo el Papa, debe vivirse
más en la intimidad, en contemplar el Belén, el sentido de la pobreza y de la
humildad con que quiso Dios venir al mundo, y seguir los pasos de la Virgen
María y de San José en los primeros tiempos en Belén, y contemplar el mundo
hostil que les rodeaba, con un rey Herodes que no aceptaba que viviera el
Mesías, y organizó una matanza de niños inocentes, tal como ocurre hoy (¡Pobre
rey Herodes!). Vivir también la huida de José, María y el Niño a Egipto tras la
visita de los Reyes Magos.
Los abuelos cristianos han vivido las Navidades con corazón de niño, con
ternura, y han cantado canciones y villancicos en la parroquia y en la familia
o visitando belenes y así
contagiaron su alegría a todos, porque proclamaban la “gloria de Dios en el
cielo y la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc, 2, 14). La fe, dice el papa Francisco (Evangelii Gaudium, n. 183) no se puede encerrar en lo privado: “una
auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista—siempre implica un profundo
deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo detrás de nuestro paso por la tierra”.
¿Podrían san Francisco de Asís o la beata Teresa de Calcuta encerrar su mensaje
en un templo o en su casa? La fe también abarca a toda la persona y no solo a
un aspecto de la misma y tiene una dimensión social y universal.
¿Pueden los abuelos hacer un esfuerzo para enseñar las grandes cosas
pequeñas y bonitas que encierra la Navidad? Así se van los niños familiarizando con los contenidos de la fe, una fe
que luego de mayores les va a fortalecer la voluntad y les va a abrir el
entendimiento para las cosas grandes e importantes de su vida. El papa Francisco tiene una gran esperanza
en los abuelos, y se ocupa de que estos estén bien atendidos por los hijos
y familiares, de que sean felices ellos que pueden transmitir los valores y la
sabiduría de la vida, que han dado tanto y que han de seguir dando precisamente
a los suyos, y para que sigan dando lo
que tienen dentro: su fe.
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