La despedida
de Adolfo Suárez, el primer presidente de un gobierno democrático en España y
autor de la Transición política del franquismo
a la democracia, ha sido multitudinaria, espectacular, con el reconocimiento
desde toda España, a excepción de los radicales de Bildu y algún otro grupo
guiado más por el rencor que por la comprensión histórica de los hechos. Desde
estas páginas quiero manifestar también mi reconocimiento de lo que representó
Suárez: la ruptura con el Régimen “desde” el Régimen de Franco. Muchos que tenían otra opinión pública de Suárez.
Otros ni siquiera han dejado oír su voz no sé si avergonzados o por no tener
nada que decir, como fueron Óscar Alzaga y Miguel Herrero Rodríguez de Miñón.
Me han
preguntado mis alumnos si conocí a Suárez y que les contara algo de su persona.
De tanto que se ha escrito me he limitado a informar del Adolfo Suárez que
conocí. Me preguntaban si al ser del Movimiento, de Falange, era un hombre de
talante dictatorial, duro. Mi respuesta ha sido que en absoluto. Le conocí
cuando era gobernador civil de Segovia y procurador en Cortes. Era un hombre
afable con todos. Iba bien vestido, de ordinario con traje, camisa blanca y
corbata, muy de la época, que contrastaba con los líderes socialistas, Felipe
González y Alfonso Guerra, que impusieron el uniforme de la chaqueta de pana,
pantalones sin planchar y camisa a cuadros. Suárez no cambió de estilo, ni en
UCD ni después en el CDS. Se manejaba muy bien en el entorno del almirante
Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno, y en el del Príncipe Juan Carlos,
con quien jugaba al tenis. Como periodista debo decir que Suárez nunca me dio
una información “caliente”. Cuando la pregunta era “caliente” desviaba el tema,
eso sí muy amablemente.
Recuerdo
también su designación como presidente del Gobierno por el Rey Juan Carlos de
una terna propuesta por el Consejo del Reino, presidido por Torcuato Fernández
Miranda, hombre del Movimiento y maniobrero que puso la Transición en suerte en
manos del Rey. La decepción en los corrillos políticos –muchos daban a José
María Areilza como presidente e incluso este lo celebró con “champán”—fue
grande. Areilza no estaba ni en la terna, la caul era formada por Gregorio
López-Bravo, Federico Silva Muñoz y Adolfo Suárez González. Manuel Fraga –aquel que
dijo “la calle es mía”-- dio un portazo desde el Ministerio del Interior.
“Adolfo es un penene (un naïf de la
política)”, “se lo comerán vivo”, y otras lindezas que se decían por los
despachos y los corros madrileños, con una calidad informativa “low cost”.
La
firmeza que demostró, especialmente cuando tuvo que llevar a cabo la
liquidación, o mejor la autoliquidación, de las Cortes Franquistas, la
legalización del partido comunista de Carrillo, el hombre de Paracuellos, y los
Pactos de la Moncloa, es encomiable. Supo tranquilizar a los estamentos
militares, a los nacionalismos vasco y catalán, a la banca, la alta burguesía,
la izquierda sindicalista y política para construir un país democrático en el
que cabían todos. Tuvo dos ayudas: el apoyo del Rey y el testamento de Franco
en favor del Príncipe, que hoy nadie recuerda y habrá que empezar a escribir la
historia de verdad.
A
Suárez le llamaron de todo, antes y después del consenso cponstitucional. Suárez
–que no comía más que una tortilla francesa y un café en las comidas-- fue un
hombre valiente, con fe profunda en España, con alto sentido de servicio, con honestidad
en el manejo de los caudales públicos, pero también sin la armadura intelectual
necesaria para poner la guinda en su pastel. Lepoldo Calvo-Sotelo, el
presidente que le sustituyó tras el golpe de Estado del 23-F dijo en un
almuerzo con periodistas que no halló ningún libro en el despacho de Suárez.
Sus muchos enemigos y su partido (UCD) muy
revuelto de hombres e ideas, le costó tener que dimitir en un momento de horas
muy bajas para él, abandonado de sus amigos. Que descanse en la paz de Ávila, patria
de Santa Teresa, un hombre que sin desearlo, ha pasado a la historia.
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