Por Salvador Aragonés
Doctor en Periodismo y Profesor Emérito de la UIC
Europa, la vieja Europa, se enfrenta de nuevo ante un
fenómeno sociológico y político que está
adquiriendo fuerza en la opinión pública y también en el electorado. Me refiero
al fenómeno del populismo y su repercusión en el futuro de Europa. Todos los
líderes europeos y europeístas manifiestan por activa y por pasiva su
preocupación por el fenómeno, especialmente ante las elecciones europeas de
mayo de 2014, es decir dentro de cinco
meses.
El populismo lo componen no solamente los partidos de extrema
derecha y de extrema izquierda, sino también los nacionalismos, como dice el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy: “El
populismo y el nacionalismo no pueden ser la respuesta a los desafíos de
nuestros tiempos”. Lo dijo el mes de noviembre al conmemorar el 24º aniversario
de la caída del Muro de Berlín, que marcó el fin de la división en dos partes
de Europa.
Afirmó también Van Rompuy que culpar a los inmigrantes de
otros países europeos no es una solución a la crisis financiera, sino que hay
que impulsar el crecimiento económico y crear empleos para contrarrestar el
clima de desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones de Europa. Mario
Monti, un tecnócrata europeísta, también acaba de afirmar que “el futuro de
Europa preocupa”.
Bruselas y las principales cancillerías europeas fundamentan
su preocupación en que hasta hoy los ciudadanos de los veintiocho países
miembros de la UE no se han tomado muy en serio las elecciones al Parlamento
Europeo, hasta el punto que las más de las veces son utilizadas en función de
la política interna de los estados para castigar al gobierno propio o, en el
caso actual, a las políticas europeas en vigor en su lucha contra la crisis
económica y en concreto a la “troika”. La libertad de circulación de personas
en la UE, el populismo lo ve como una amenaza, y considera por ejemplo que
búlgaros o rumanos que buscan mejores condiciones de vida en otros países de la
UE constituyen un “dumping” social. Y preocupa también la baja estima social de
los políticos y de las instituciones europeas como manifiestan las encuestas de
la UE.
Otra de las preocupaciones es el florecimiento de los
nacionalismos dentro de los estados miembros de territorios que quieren
separarse del Estado creyendo que les afectará menos la crisis o solucionarán
mejor sus problemas domésticos si se separan: son los casos de Escocia,
Córcega, País Vasco, Catalunya, Flandes, etc. “Si ya se hace difícil gobernar
la Europa de los 28 ¿cómo será una Europa más fragmentada con 40 ó 50 estados?”
dicen en Bruselas. La ampliación de la Unión Europea hacia los países ex
comunistas no ha sido digerida todavía, cuando ya emergen con fuerza
territorios de los estados miembros que quieren independizarse y mantenerse en
Europa como estados independientes.
Asustan, y mucho, los partidos radicalizados hacia los
extremos de la derecha y de la izquierda, como ha ocurrido en Francia, Grecia,
Italia –con los “grillini”–, Hungría, etc. La crisis económica ha encontrado un
muy buen caldo de cultivo en los extremismos populistas y en los nacionalismos
radicales caracterizados por su xenofobia y por defender economías controladas
más desde el poder que desde el mercado, estatalizadas, pensando que lo público
tiene siempre más garantías y seguridad que lo privado, como creían los gobiernos
comunistas europeos, cuyos países se hundieron porque ahogaron la libertad de
los ciudadanos y porque económicamente no fueron capaces de resistir la
competencia de la economía de libre mercado, mucho más eficiente.
A todo ello hay que añadir la baja estima de Europa en sí
misma, y al hecho de que los gobiernos de los estados-nación y las estructuras
europeas se ven incapaces de resolver los problemas del hombre moderno. El
Estado del Bienestar –invento de las socialdemocracias europeas, y defendido
después por los partidos de centro y centro-derecha– ha preferido el
endeudamiento público a recortar cuotas de bienestar, hasta generar una deuda
pública que no pueden pagar. Por esa razón, los ciudadanos se ven tentados a
dejarse llevar por formaciones políticas de cuño neo-fascista y pro-comunista,
y también de neo-nacionalismo, que actúan al margen o en contra de los partidos
tradicionales, se aprovechan de una crisis de soluciones difíciles, y como no
han gobernado nunca, o casi nunca, es fácil proponer al pueblo soluciones
mágicas, aunque exijan más endeudamiento público. Es la magia de lo público
frente a lo privado, que encuentra hoy amplio eco en las clases medias, las que
más duramente pagan la crisis actual.
Por su parte, los partidos tradicionales democráticos, así
como las instituciones europeas, no han sabido dar la vuelta a la crisis,
pecando de imprevisión, de partitocracia, de corrupción, y de falta de
renovación. Se ven impotentes para cambiar el signo de las economías en un
mundo que vive veloz y globalizado, donde se exigen soluciones de hoy para
mañana. Por otro lado, los egoísmos nacionales han prevalecido sobre el bien
común de todos los ciudadanos y países de la Unión Europea, instalándose en el
discurso electoralista no pocas veces con una demagogia oportunista y sin
escrúpulos.
Es necesario recuperar los valores europeos de fondo, no
aquellos que figuraron en la Constitución Europea, que negaba lo más evidente, esto
es, que una de las raíces más profundas de Europa era el humanismo cristiano:
no en balde de los cuatro “padres de la Europa actual” tres eran cristianos:
Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Robert Schuman. Si falta el humanismo
europeo, el sentido histórico, el sentido de servicio y el sentido de Estado en
Europa, no habrá “la” solución a los problemas de fondo. La principal solución
al populismo, dice William Elvis Plata, está en “el mirar hacia nosotros
mismos, hacia nuestra propia historia, tradiciones y valores y rescatar
de ella aquellos elementos que puedan servir para crear alternativas de desarrollo económico y
social”.
05/12/2013
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