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¡Qué solos se quedan los enfermos! (y 2)

Salvador Aragonés
Doctor en Periodismo y profesor emérito de la UIC

                Una de las primeras cosas que aprendí en mis dos meses de vida hospitalaria, es que el enfermo no tiene derecho a tener pudor. Entiéndase por pudor la vergüenza o malestar de una persona por preservar su intimidad, en especial la intimidad del cuerpo. En los hospitales, empezando por urgencias y acabando por la UCI y la residencia hospitalaria, el personal sanitario te dice que te quites la ropa toda por menos que canta un gallo, o te viene una chica joven a ponerte una sonda, como a mí, o te lavan las partes íntimas, delante y detrás.

                En esto del pudor he encontrado enfermos que protestan por el hecho de que las batas blancas que tienes que ponerte en los hospitales, estén completamente abiertas por detrás, y nadie sabe atarse la parte trasera, aunque realmente existe un sistema que conocemos los que hemos llevado más tiempo. Sin embargo, en un hospital la bata blanca es muy útil para el personal sanitario porque pueden manejar mejor las curas del cuerpo. Tengo un nieto que fue hospitalizado justo cuando yo ingresé a finales de mayo pasado, porque cayó de la litera y tuvo un trauma craneoencefálico. También les pusieron la bata hospitalaria en el Hospital Infantil San Juan de Dios de Barcelona, y siempre se arrimaba el trasero para no darse la vuelta. Le dijo a su padre: “me tengo que poner así porque voy en pelotas”. El pudor lo guardan mucho los enfermos, niños y mayores, sobre todo los recién llegados.
                
                Llegado el verano, los enfermos se quedan especialmente solos, y junto a la impotencia a su salud quebrada se una la soledad. La gran mayoría es gente mayor. Ricardo, un enfermo que llevaba ya un tiempo hospitalizado y compañero mío, quería volver a su casa porque sus familiares no le venían a ver por el calor que hace en Barcelona. No quería que viniera su mujer porque acababan siempre discutiendo. Y me comentaba: ¡Qué aburrido es esto! Yo le presté mi aparato de radio con auriculares para que el tiempo lo pasara más divertido, pero él tenía su corazón roto al pensar que dos hijos que tenía no le venían a ver “por no pasar calor”. Tenía unos ojitos solitarios, rasgados por esa otra enfermedad que nadie cuenta: la soledad.

                En un traslado de habitación porque se cerraba una planta, tuve otro enfermo en mi habitación que olía fatal cuando defecaba, porque no lo hacía por el colon, que lo tenía llagado, sino por un conducto artificial creado en el intestino. Era realmente maloliente. Nunca le faltó su esposa, su hermana, su cuñada, que día y noche estaban allí, junto a él, por si necesitaba algo. No se movía de la cama, no hablaba porque le habían quitado las palabras la depresión que llevaba encima. Era un hombre culto. Probablemente moriría de un cáncer de colon. Era un enfermo bien atendido familiarmente, pero la depresión le hacía estar solo sin ganas de hablar o estar con alguien. Todo el día tenía la televisión encendida, con reportajes de animales salvajes, viajes, temas de historia. Era un hombre culto que le encantaba leer cuando esta (¿o estuvo?) bien. En lugar de leer libros veía la televisión. ¡Cuánta comprensión tenían con él! Pero ¡cuán solo estaba en su interior!
                Los médicos, apenas ven al enfermo. Lo ven a través de la tecnología y del ordenador, pero ya no hablan con el enfermo. Pasan visita cada día y están un par de minutos muy justos con el enfermo. Un día se me olvidó preguntar algo sobre la enfermedad. Decidí, aconsejado por mi mujer, anotarme en una libreta todo lo que debía preguntarle, pues cada día se me “escaba” algo. Cuando al día siguiente vino, “doctor le tengo que hacer unas preguntas”, le dije. Y él dijo. “Ahora tengo mucha prisa”. “Y yo también”, le respondí atado con aquellos tubos de plástico que estaban conectados en mis brazos. Sabía que el paciente tiene unos derechos y los médicos unas obligaciones. Accedió a responder, haciendo ademán de irse cuanto antes. Agradeció las preguntas, que muchas eran aclaraciones y otras información que le daba sobre general. Se fue ty al día siguiente: ¿tiene hoy preguntas? . Y las tenía. La relación cambió.

El Ramadán

                Un día tuve un malestar fuerte en el estómago con vómitos, a causa de una infección. Me dejaron sin comida durante dos días. Cuando pasaban las bandejas de la comida no dejaban nada para mí. Los familiares de mi vecino me preguntaron “¿Y usted?”. Les respondí: “no se preocupen que yo estoy cumpliendo el “ramadán”. El Ramadán acaba de empezar”. La señora se quedó estupefacta creyendo que yo era de religión musulmana y no entendía cómo podía ser eso  al no tener yo rasgos árabes y además con ojos azules y piel muy blanca. Tuve que decirle que era una broma, y que no se preocupara,  pues era prescripción del médico el dejarme las 24 horas del día en ayunas… Aquí cuesta todavía entender la libertad religiosa.  

                Coincidí con otro enfermo, natural de Mataró, que tenían que operar, pero que esperaba la evolución clínica de unos ligamentos de aortas que padecía y de su potente diabetes. Se quejaba mucho. No quería ruido en la habitación, lo que era difícil cuando venían mis hijos después de trabajar y nos contábamos historias entre risas y buen humor. Reconozco que éramos a veces ruidosos. Era un enfermo solo, muy solo, que sufría mucho –le tenían que suministrar morfina—y casi nadie le venía a ver. Cuando vino su “compañera”, como él decía, esta se agobiaba en muy poco tiempo y “tenía” que salir del hospital al poco tiempo a tomar el aire. Un día me preguntó: “veo que usted tiene muchos hijos y que son animados”. Le dije que yo había estado entre la vida y la muerte, a causa de una bacteria e coli y una piedra que me obturaba el riñón. Y que esta alegría venía también en que nosotros éramos creyentes, y que yo personalmente, no tenía  miedo ni a la vida ni a la muerte… ni al dolor, es decir la cruz. Me dijo que tenía un hijo de su primera mujer, pero que lo tiene completamente abandonado.

                Una vez más pensé, ¡Qué solos se quedan los enfermos! Hacen falta legiones de voluntarios con un corazón lleno de entrega para que los enfermos no estén tan solos y se les ayude a bien vivir y a bien morir como hacen las religiosas de Madre Teresa de Calcuta.



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