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Mi familia, mi profesión y mi vida en L'Osservatore Romano Junio 2009.


Artículo sobre  mi profesión, y el matrimonio, con motivo de la Jornada Mundial de las Familias celebrada en Valencia

Publicado en el Osservatore Romano, en Junio de 2009, antes de la visita del papa a Valencia para asistir al Congreso Mundial de las Familias
    La visita del Santo Padre Benedicto XVI es un acontecimiento muy grande para España, especialmente por el motivo por el que viene: animar a las familias españolas, cristianas o no, a vivir los valores de que están a la base de la familia: el amor y el compromiso indisoluble de la unión matrimonial, unido de modo indestructible al compromiso de alimentar y educar a los hijos, manteniendo con ellos una relación de amor que se perpetúa con el tiempo.

    L’Osservatore Romano, diario al que tengo tanto aprecio y al que he estudiado tanto, me ha solicitado un “testimonio”, el mío, el de un periodista que lleva 40 años en su profesión, que ha simultaneado su amor a la profesión, su amor a la familia y su amor a Dios y a su Iglesia. No puedo en este artículo contar mi vida, no. Pero sí que quisiera poner de relieve que estos amores no solamente hay que vivirlos conjuntamente, sino que  son inseparables. Intento explicarme. La vida de un profesional se puede dividir en el tiempo en tres partes: la familia, la profesión y el descanso (el sueño). Estas tres partes no pueden separarse de lo que impregna las mismas: el amor a Dios, la imitación a Cristo, la difusión del Reino de Cristo, no sólo en la familia, sino también en la profesión y en el descanso. No hacerlo, sería vivir como en una esquizofrenia, donde tendría tres vidas separadas, no entrelazadas, sin denominador común: estaría auténticamente loco.

    Mi vida comenzó en mi Cataluña natal, de una familia católica. Yo era el sétimo de ocho hermanos. No teníamos recursos económicos, así que mis estudios tuvieron que ser costeados con mi trabajo. Es los primeros pasos de mi formación, cuando mis padres pusieron cimientos fuertes que3 me han durado toda la vida: vivir con coherencia la fe, cueste lo que cueste. Aprendí el catecismo, no en la escuela, sino en las clases de la parroquia, donde me preparé para la primera Confesión y la Primera Comunión. Luego más clases de Catecismo para prepararme para recibir el Sacramento de la Confirmación. Conocí movimientos católicos, como la Acción Católica y los Cursillos de Cristiandad, y decidí, aconsejado por mi familia, hacer unos Ejercicios Espirituales antes de emprender los estudios universitarios. Recibí de mis padres un consejo, que he transmitido a mis ocho hijos –en el número de hijos también he imitado a mis padres—que es que mucho que cambien las cosas, el mundo, las circunstancia de uno, jamás podrá cambiar que yo había recibido la vida de mis padres, que me había educado en la fe católica y que había nacido en un país con una cultura, una lengua y una idiosincrasia propias. Por muchas cosas que pasen, jamás el viento de la historia podrá llevarse estoas raíces de mi vida.

       Más tarde, ya en la Universidad, conocí a otros movimientos católicos, entre los que hizo mella ya imborrable en mi alma la doctrina de San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. La idea de fundar una familia, no se convirtió entonces como “normal”, como hacían los chicos y chicas al llegar a una cierta edad, sino como una especial vocación divina. Entonces decidí contraer el Sacramento del Matrimonio, “sin condiciones previas”, como hacían entonces y ahora muchos jóvenes: “Nosotros sólo queremos tener uno, máximo dos, hijos”. El amor a Dios no puede ser cicatero, no se puede ir con varas de medir. Lo mismo en el Matrimonio: el amor a Dios y a los hombres es grande, inmenso, y de ahí deriva el sentido de la paternidad, que naturalmente debe de ser responsable. El amor, si es auténtico, no puede ser irresponsable, pues no sería amor. Dios no nos quiere de modo irresponsable, sino con la responsabilidad de un padre infinitamente bueno.

       Recibí muchos consejos, de amigos y no tan amigos, cuando nos fuimos mi esposa y yo –no teníamos hijos entonces—a Roma donde había sido destinado como corresponsal en esta capital por la agencia Europa Press.  Recuerdo que unos me decían: “Roma veduta, fede perduta”. Y sigue diciéndose todavía hoy, aunque con mucha menor intensidad. Eso quería decir que si conocer a Roma, a la Curia Romana desde dentro “puedes perder la fe, porque verás las debilidades humanas”. No me lo podía creer, ¡y me lo decía hasta el párroco de mi parroquia en Madrid, ciudad donde trabajaba en 1968!.  Yo pensé que si personalmente soy capaz de ofender va Dios en cualquier momento y circunstancia, si El no me ayuda, pues lo mismo pasará a los llamados “monseñores de la Curia Romana” y de todas las curias del mundo. Y en lugar de alejarme de la fe, la Curia Romana me acercó a ella, pues pensé que a pesar de las debilidades humanas de hoy y de ayer, la Esposa de Cristo sigue intacta, la doctrina es la que Cristo enseñó, y no la que los hombres quisieran.

       En lo familiar, la idea era clara: todos los días rezábamos las oraciones del día y de la noche que habíamos aprendido mi esposa y yo de nuestros padres, que eran parecidas. Bendcíamos la mesa, íbamos a Misa los domingos con toda la familia, en la parroquia de Sant’Angela Merici de Roma.

       Eran los años del post-concilio, años de tribulación para toda la Iglesia: todo el mundo quería experimentar cosas, en lo doctrinal, en lo litúrgico, en la “reformulación” del dogma, en el deseo de politizar la Iglesia, y en considerarla no la esposa de Cristo, sino una sociedad que debería asemejarse a un Estado contemporáneo, donde el papa fuera elegido por las “bases”. Era una época de grandes confusiones de todo tipo, de grandes utopías. Tanto es así que un colega romano me decía que “del concilio hay dos versiones. Los documentos del Concilio Vaticano Secondo, y luego la interpretación  de los documentos haciendo el “Concilio Vaticano Secondo me”.

       Y ¿qué hacer entonces? ¿Cómo informar de la Iglesia, con sus voces autorizadas, las del papa y la Santa Sede, y las voces críticas? Había que seleccionar las fuentes –siempre hay que hacerlo para que no te engañen—y había que hacerlo dando una mayor importancia no a las experiencias críticas que surgían por algunos lugares del Europa, sino teniendo una visión Universal de la Iglesia, y sabiendo elegir, previo una buena y desinteresada documentación, de lo que era “permanente” en la Iglesia a lo que era pasajero, y juzgando a las fuentes y la doctrina de algunos por su fidelidad a la Iglesia y su coherencia de vida. Y el norte de la actuación, como profesional, el amor a la verdad, buscar la verdad, y no dejarse llevar por las frases o etiquetas de moda. Esto da profesionalidad que los lectores aprecian, cuando se saben presentar los hechos con elegancia y con conocimiento profundo de lo que se escribe.

       Nueve años de corresponsal en Roma fueron fundamentales para cimentar una visión de la familia como una “iglesia doméstica”, transmitiendo a los hijos los valores aprendidos de mis padres, puestos al día por las nuevas expresiones del Magisterio de la Iglesia, desde la Humanae Vitae a la Familiaris Consortio. Y en lo profesional, amor a la verdad.
Salvador Aragonés




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