Rita Barberá se
fue sola, en un hotel de Madrid, entre el Senado y el Tribunal Supremo. Se fue
sola. Nadie la esperó en aquella noche madrileña, ni nadie la acompañó. Es la
soledad de la muerte, de una muerte en el abandono, de una muerte condenada por
los tribunales de papel, de las ondas y de las redes.
Rita había sido
apeada de todas partes, al final incluso de su partido, el PP, a la que ella
contribuyó tanto en forjar y defender. Solo le quedaba el Senado, como Senadora
Autonómica, es decir elegida por las
Cortes Valencianas.
La muerte de
Rita atravesó los escaños del Congreso y del Senado como el rayo de la
vergüenza blandiendo las conciencias. La
mía también. Y las de muchos tertulianos que la utilizaron como blanco de sus
críticas, pidiendo su dimisión, metiéndola ya condenada en un rincón del gran globo de la política.
Rita Barberá en las tertulias era carne de cañón. Incluso
entre los jóvenes del PP. Solo un ex ministro socialista se atrevió a decir un
día: “¡Si ningún Tribunal de Justicia la ha condenado!”.
Es igual, la
sentencia estaba dictada y era inapelable. Si los tribunales de justicia la
hubieran absuelto –ahora discutían si mil euros que donó al partido los había
blanqueado—hubieran sido tribunales manipulados por el PP. Rita estaba
abandonada. Apestada. El seguidismo de los medios al relato de Podemos y del
PSOE de Pedro Sánchez era clarísimo: Rita al paredón.
Es uno de los
juicios paralelos más clamorosos. Incluso el PP de Valencia la condenó sin
remisión. Y un paradigma de la omisión total y completa del derecho a la presunción
de inocencia.
Ella, siempre
rodeada de gente, de flores, de falleras, de aduladores, murió sola. Ha
fallecido sin una sentencia en contra. Adiós, Rita. Has sacudido muchas
conciencias. La mía también. Adiós.
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