Los papas han sido a lo largo de
los siglos personas muy veneradas dentro de la Iglesia católica aunque no han
faltado papas que han sufrido las maledicencias de propios y extraños, tanto
por lo que hacen como por lo que no hacen, y se les tacha de demasiado
conservadores o demasiado progresistas (caso común en el papa Francisco).
De entrada vale decir que el Papado es una institución divina, por
cuanto fue Jesucristo, el fundador de la Iglesia, quien dio la primacía de los
apóstoles a Pedro, el cual se estableció en Roma y desde entonces el
Primado de Pedro corresponde al Obispo de Roma. O sea que para ser Papa hay que
ser Obispo de Roma, capital de la catolicidad. Hace más de 150 años que los
papas carecen de poder temporal, no son jefes de Estado de territorios que los
avatares de la historia y las componendas políticas y diplomáticas les
concedían.
Desde el 1929 en que se firmaron
los Pactos de Letrán --por los que Italia reconocía el Estado Ciudad del
Vaticano como un territorio independiente y el papa soberano de este Estado de
44 hectáreas-- todos los papas han manifestado la bondad de carecer de poder
temporal, pues así pueden dedicarse más a la labor pastoral y a cuidar el
Pueblo de Dios esparcido por el mundo.
La Iglesia no ha sido muy
propensa a canonizar papas, ni cardenales. Sin embargo, los papas del Siglo XX mayoritariamente han
sido elevados a los altares. Tal es el caso de Pío X, de Juan XXIII, de
Pablo VI y de Juan Pablo II. Queda pendiente el caso de Pío XII en que las
vicisitudes en las que le tocó vivir al papa Pacelli, llamado en Roma “Defensor
Civitatis”, su causa de beatificación se encuentra estancada.
Los papas gozan del cariño de los fieles
En el mundo actual en que cuesta
mucho menos viajar, millones de peregrinos visitan Roma cada año. La inmensa
mayoría de estos peregrinos ha llegado a Roma a lo largo de la historia para
visitar las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, cimientos de la Iglesia, y
para “videre Petrum”, para ver al
Papa, pues “Ubi Petrus ibi Ecclesia”,
donde está el Papa allí está la Iglesia. Constatar la alegría de los fieles
cuando van a Roma es muchas veces un consuelo para quien lleva con fatiga –a
veces en alta y tormentosa mar—la Barca del Pescador, el timón de la Iglesia.
El cariño que muchos fieles
profesan al Papa, sea quien sea, pone de manifiesto este “sensus Fidei” de quienes viven la fe católica en profundidad. ¿Por
qué es así? Porque el Papa es el que
guía a la Esposa de Cristo que es la Iglesia y para ser signo de unidad de la
Iglesia y mantener el “depositum fidei”,
el depósito de la fe revelada por Dios y transmitida a lo largo de los
siglos por la Iglesia. Es pues la fe al margen de consideraciones humanas, la
que lleva a los fieles católicos a venerar al Papa, a rezar por él para que no
decaiga como representante de Jesucristo en la Tierra, como el “Vicecristo en
la Tierra”, al decir de Santa Catalina de Siena. El Papa tiene entre sus
títulos oficiales recogidos en el Anuario Pontificio (2014) los de “Vicario de Jesucristo” y “Siervo de los
siervos de Dios”.
Al papa Francisco le gusta decir: “¿Cuál
es el poder de un Papa? El servicio al pueblo de Dios”, en la caridad, en la
esperanza y en la fe. La fuente del poder está en el servicio. Lo mismo
vale para los obispos y los sacerdotes: su poder es el servicio a los demás.
Ciertamente no todos lo han entendido así a lo largo de la historia y se han
producido disensiones, fracturas, laceraciones, pero el amor y aceptación de la
doctrina del Papa es camino seguro de santidad. Así lo han entendido los
santos, que se han distinguido por su fidelidad al Papa. ¿Acaso han alcanzado
más santidad quienes se han decidido a no seguir al Romano Pontífice? ¿Se puede
amar al Esposo (Cristo) sin amar a la Esposa (la Iglesia)? Lo dice el mismo
Jesucristo (Mt, 20, 24-27): “Sabéis
que los que gobiernan a las naciones las subyugan… No ha de ser así entre
vosotros. Sino quien quiera ser grande será vuestro servidor y quien quiera ser
primero entre vosotros, será vuestro siervo. Del mismo modo el Hijo del Hombre
no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para redención de
muchos”.
El origen del cariño de los fieles al Papa ¿no es una especie de
idolatría a una persona? Se preguntan muchos no creyentes. El origen de este cariño está en la más
profunda raíz de la fe católica. No es en absoluto un culto a la persona,
sino al representante de Cristo en la Tierra, sea quien fuere. Al Papa no se le ama porque gobierna bien o
menos bien a la Iglesia, porque es más o menos locuaz, porque es alto y con
un atractivo personal incuestionable, o… ¡porque es actor! No, sino porque son
portadores de la Palabra de Dios. Los últimos papas han sido bien distintos
entre sí: Pablo VI italiano, Juan Pablo II polaco, Benedicto XVI alemán y
Francisco argentino. Cada uno con un estilo personal muy distinto los escucha
un mundo licencioso, relativista, engreído por el culto al “Yo”. ¿Por qué?
Porque lo que gusta oír aeste mundo es el mensaje que dan, no sus personas.
Luego no hay un culto a la personalidad.
Entonces, ¿de dónde sale la
popularidad de los papas? Los papas
hablan de lo que los hombres y mujeres modernos quieren oír pero sin llevarlo a
la práctica: hablan de Dios, Creador del Universo, y del amor, de la paz y de
la alegría que debe existir entre todos los hombres y especialmente entre
los creyentes: “Dios es amor” (1 Jn, 4, 8),
y el hombre moderno que necesita amar y ser amado, necesita corresponder a ese
amor, aunque arrime poco el hombro porque cuesta. Sin embargo, le gusta oír
palabras con son de eternidad, de paz y
trascendencia y no palabras que se las lleva el viento al primer soplo como los
twits. Muchísimos quieren oír la voz de
los papas, pero menos son los que quieren seguir la senda de la paz y el amor a
Dios y a los hombres, porque es una paz
y un amor exigentes que aplasta el “Yo”. Les gusta oír, pero no aplicarlo a
sus vidas. Es el sino del hombre moderno: oír bonitas palabras, pero no
hacerlas vida.
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