(Una Misa en el oratorio del Papa)
La beatificación de Juan Pablo II marca un hito en la historia de la Iglesia al ser el único Papa, desde la época medieval, que será beatificado apenas transcurridos seis años de su traspaso, aquella noche de abril de 2005 cuando miles de jóvenes rezaban por el Papa en la plaza de San Pedro del Vaticano pidiendo por la salud del Pontífice que estaba agonizando en su habitación. Se oyó un altavoz que anunciaba la muerte el Papa. Fue la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia, que este año es el 1 de mayo.
Los rezos de aquellos jóvenes se fundieron en lágrimas mientras brotaban más intensas las oraciones por el Papa que ya estaba en los cielos. El papa Wojtila era el Papa de los jóvenes. Nadie dudaba que tras una larga lucha en el dolor de la enfermedad y una vida entera dedicada a difundir y defender la verdad de Cristo y su Iglesia por todo el mundo, su alma gozaba ya de la paz de Dios en el cielo. Por eso, el clamor popular fue: “Santo súbito!”, “Santo, ya!”. Era la “vox populi”, “vox fidei”. Pero la Iglesia no quiso saltarse las reglas canónicas, el derecho, y esperó, en un proceso abreviado, a que se reconociera un milagro y seguir los pasos establecidos.
Juan Pablo II fue un gran defensor de la verdad porque amó mucho la libertad, y de modo particular la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Verdad y libertad son dos principios inseparables en la naturaleza del hombre, más todavía del hombre moderno que ha caído en un relativismo desorientador que lleva a la insatisfacción interior, a la falta de paz, en definitiva a la infelicidad. Hoy la libertad es considerada como un valor individual, sin barreras, porque el hombre no quiere sentirse “coaccionado” por nadie ni por nada, porque el hombre se siente el centro del universo, al margen de un Creador y de un Redentor y por eso rechaza la verdad. Esta verdad que predicó Juan Pablo II no es una serie de valores impuestos, sino fruto del amor de Dios al hombre y del amor del hombre a Dios y por eso mismo a los otros hombres. Por esta razón no pueden entenderse verdad y libertad sin el ropaje del amor, como luego desarrollaría Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”, el amor en la verdad. De la mentira y del engaño no puede brotar la verdadera libertad, sino del amor a la verdad, porque “la verdad os hará libres” dicho con palabras del Redentor del hombre .
Juan Pablo II en su primera homilía el día que tomó posesión de su pontificado, en octubre de 1978, proclamó la inseparabilidad de estos dos principios, verdad y libertad, cuando dijo: “¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su potestad!”. En otras palabras pidió: “Sed libres para aceptar la verdad que es Cristo”, pues el que tiene miedo no es libre y quien no tiene libertad no puede buscar, encontrar y amar la verdad. La verdad se encuentra cuando se busca con un corazón y una voluntad libres, transparentes, limpio de toda coacción interna y externa. Juan Pablo II vivió 40 años bajo un régimen político contrario a la verdad, porque vivía de la mentira sistémica, con la mentira institucionalizada, como dijo en diversas ocasiones.
En la pasada Semana Santa ha aparecido de nuevo la figura de Pilatos y el interrogatorio en el Pretorio, preguntando a Jesús si era Rey. Jesús dijo que sí, pero de un reino espiritual: “todo el que ama la verdad escucha mi voz”. Y Pilatos le peguntó: “¿Y qué es la verdad?”. Y el Evangelio de Juan afirma que “dicho esto, Pilatos se levantó…”. No quiso escuchar lo que es la verdad, porque le comprometía, comprometía su carrera política, su familia, su “status” social, profesional y político. Y el hombre de hoy sigue preguntándose qué es la verdad, pero muchas veces no quiere escuchar la respuesta porque no quiere comprometerse.
Una Misa con el Papa
Personalmente, recuerdo de Juan Pablo II, entre otras cosas, cuando nos invitó a mi familia --a mi esposa, a mis hijos y a mí-- a participar en la Santa Misa que celebraba muy temprano todos los días en su oratorio privado en el Vaticano. Es un oratorio pequeño, donde caben pocas personas. En el muro de fondo estaba incrustada la Virgen de Czestokowa. Mi mujer y yo celebrábamos los 25 años de matrimonio ese año y el Papa quiso que participáramos en su Misa diaria. ¡Cuánto agradecimiento!
Llegamos poco antes de las seis de la mañana con nuestros hijos frente al Portone di Bronzo, la entrada del Vaticano por el Palacio Apostólico, a la derecha mirando la Basílica de San Pedro. Todavía era de noche. Nos abrieron las puertas y en silencio subimos la escalinata que lleva hasta la plaza “Cortile” de San Dámaso, y de allí a las estancias privadas del Papa. Nos recibió el secretario del Papa, don Estanislao Dziwisz, quien en voz baja nos saludó y nos introdujo en el oratorio del Papa.
Personalmente me dejó muy im presionado al encontrarme de repente a tres metros de la figura del Papa de espaldas, que estaba arrodillado en un reclinatorio delante del Sagrario. Su corpulencia empequeñecía más el oratorio. Allí estaba vestido de blanco, inmóvil, “hablando con Dios”, como les dije a mis hijos. El silencio era sólido y de color blanco. Yo imaginaba estar en el “Sanctus Sanctorum” del catolicismo, como si hubiera atravesado el velo del Templo de Jerusalén, al que sólo accedían los sacerdotes del pueblo de Israel. Don Estanislao, hoy cardenal de Cracovia, me pidió que leyera las lecturas del día. Recuerdo de aquella Santa Misa la intensidad interior con que el papa Juan Pablo II la celebró. Realmente estaba metido en el Sacrificio de la Cruz y se palpaba muy claro que hablaba con Dios a través de la liturgia.
Al terminar quiso saludarnos a cada uno y a cada una de mi familia. A mí me regaló su Carta Encíclica “Veritatis Splendor”, “El esplendor de la verdad”, que publicó en 1993. Yo le pregunté --porque soy periodista y no puedo estar sin preguntar-- “Santo Padre, llevo 30 años como periodista y he defendido siempre la verdad, pero he visto cómo otros periodistas con medias verdades y mentiras tienen más lectores que yo, sobre todo cuando hablan de la Iglesia. ¿Qué puedo hacer?”. El Papa respondió: “Ellos siempre difundirán la mentira, pero nosotros debemos decir y defender la verdad”. Yo lo entendí en el contexto polaco de que “los enemigos de Dios siempre dirán mentiras”.
No se me olvidará nunca: para defender la verdad hay que ser libre, libre por dentro y por fuera, libertad interior y libertad exterior. Hay que perder el miedo a decir la verdad. “¡No tengáis miedo!”, no tengáis miedo a la verdad, porque nos hará libres, son las palabras que hace 33 años pronunció el futuro Beato Juan Pablo II y que resuenan hoy con un valor exigente y urgente al mismo tiempo, en una sociedad en la que se ha instalado la mentira en demasiados centros importantes de la vida social, económica y política. La verdad hace libre al hombre, mientras que la mentira lo esclaviza. No lo dijo un Papa polaco hace unos años, lo dice la misma historia del hombre, la historia de ayer y la historia de hoy.
Por Salvador Aragonès
Periodista y profesor de la UIC
La beatificación de Juan Pablo II marca un hito en la historia de la Iglesia al ser el único Papa, desde la época medieval, que será beatificado apenas transcurridos seis años de su traspaso, aquella noche de abril de 2005 cuando miles de jóvenes rezaban por el Papa en la plaza de San Pedro del Vaticano pidiendo por la salud del Pontífice que estaba agonizando en su habitación. Se oyó un altavoz que anunciaba la muerte el Papa. Fue la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia, que este año es el 1 de mayo.
Los rezos de aquellos jóvenes se fundieron en lágrimas mientras brotaban más intensas las oraciones por el Papa que ya estaba en los cielos. El papa Wojtila era el Papa de los jóvenes. Nadie dudaba que tras una larga lucha en el dolor de la enfermedad y una vida entera dedicada a difundir y defender la verdad de Cristo y su Iglesia por todo el mundo, su alma gozaba ya de la paz de Dios en el cielo. Por eso, el clamor popular fue: “Santo súbito!”, “Santo, ya!”. Era la “vox populi”, “vox fidei”. Pero la Iglesia no quiso saltarse las reglas canónicas, el derecho, y esperó, en un proceso abreviado, a que se reconociera un milagro y seguir los pasos establecidos.
Juan Pablo II fue un gran defensor de la verdad porque amó mucho la libertad, y de modo particular la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Verdad y libertad son dos principios inseparables en la naturaleza del hombre, más todavía del hombre moderno que ha caído en un relativismo desorientador que lleva a la insatisfacción interior, a la falta de paz, en definitiva a la infelicidad. Hoy la libertad es considerada como un valor individual, sin barreras, porque el hombre no quiere sentirse “coaccionado” por nadie ni por nada, porque el hombre se siente el centro del universo, al margen de un Creador y de un Redentor y por eso rechaza la verdad. Esta verdad que predicó Juan Pablo II no es una serie de valores impuestos, sino fruto del amor de Dios al hombre y del amor del hombre a Dios y por eso mismo a los otros hombres. Por esta razón no pueden entenderse verdad y libertad sin el ropaje del amor, como luego desarrollaría Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”, el amor en la verdad. De la mentira y del engaño no puede brotar la verdadera libertad, sino del amor a la verdad, porque “la verdad os hará libres” dicho con palabras del Redentor del hombre .
Juan Pablo II en su primera homilía el día que tomó posesión de su pontificado, en octubre de 1978, proclamó la inseparabilidad de estos dos principios, verdad y libertad, cuando dijo: “¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su potestad!”. En otras palabras pidió: “Sed libres para aceptar la verdad que es Cristo”, pues el que tiene miedo no es libre y quien no tiene libertad no puede buscar, encontrar y amar la verdad. La verdad se encuentra cuando se busca con un corazón y una voluntad libres, transparentes, limpio de toda coacción interna y externa. Juan Pablo II vivió 40 años bajo un régimen político contrario a la verdad, porque vivía de la mentira sistémica, con la mentira institucionalizada, como dijo en diversas ocasiones.
En la pasada Semana Santa ha aparecido de nuevo la figura de Pilatos y el interrogatorio en el Pretorio, preguntando a Jesús si era Rey. Jesús dijo que sí, pero de un reino espiritual: “todo el que ama la verdad escucha mi voz”. Y Pilatos le peguntó: “¿Y qué es la verdad?”. Y el Evangelio de Juan afirma que “dicho esto, Pilatos se levantó…”. No quiso escuchar lo que es la verdad, porque le comprometía, comprometía su carrera política, su familia, su “status” social, profesional y político. Y el hombre de hoy sigue preguntándose qué es la verdad, pero muchas veces no quiere escuchar la respuesta porque no quiere comprometerse.
Una Misa con el Papa
Personalmente, recuerdo de Juan Pablo II, entre otras cosas, cuando nos invitó a mi familia --a mi esposa, a mis hijos y a mí-- a participar en la Santa Misa que celebraba muy temprano todos los días en su oratorio privado en el Vaticano. Es un oratorio pequeño, donde caben pocas personas. En el muro de fondo estaba incrustada la Virgen de Czestokowa. Mi mujer y yo celebrábamos los 25 años de matrimonio ese año y el Papa quiso que participáramos en su Misa diaria. ¡Cuánto agradecimiento!
Llegamos poco antes de las seis de la mañana con nuestros hijos frente al Portone di Bronzo, la entrada del Vaticano por el Palacio Apostólico, a la derecha mirando la Basílica de San Pedro. Todavía era de noche. Nos abrieron las puertas y en silencio subimos la escalinata que lleva hasta la plaza “Cortile” de San Dámaso, y de allí a las estancias privadas del Papa. Nos recibió el secretario del Papa, don Estanislao Dziwisz, quien en voz baja nos saludó y nos introdujo en el oratorio del Papa.
Personalmente me dejó muy im presionado al encontrarme de repente a tres metros de la figura del Papa de espaldas, que estaba arrodillado en un reclinatorio delante del Sagrario. Su corpulencia empequeñecía más el oratorio. Allí estaba vestido de blanco, inmóvil, “hablando con Dios”, como les dije a mis hijos. El silencio era sólido y de color blanco. Yo imaginaba estar en el “Sanctus Sanctorum” del catolicismo, como si hubiera atravesado el velo del Templo de Jerusalén, al que sólo accedían los sacerdotes del pueblo de Israel. Don Estanislao, hoy cardenal de Cracovia, me pidió que leyera las lecturas del día. Recuerdo de aquella Santa Misa la intensidad interior con que el papa Juan Pablo II la celebró. Realmente estaba metido en el Sacrificio de la Cruz y se palpaba muy claro que hablaba con Dios a través de la liturgia.
Al terminar quiso saludarnos a cada uno y a cada una de mi familia. A mí me regaló su Carta Encíclica “Veritatis Splendor”, “El esplendor de la verdad”, que publicó en 1993. Yo le pregunté --porque soy periodista y no puedo estar sin preguntar-- “Santo Padre, llevo 30 años como periodista y he defendido siempre la verdad, pero he visto cómo otros periodistas con medias verdades y mentiras tienen más lectores que yo, sobre todo cuando hablan de la Iglesia. ¿Qué puedo hacer?”. El Papa respondió: “Ellos siempre difundirán la mentira, pero nosotros debemos decir y defender la verdad”. Yo lo entendí en el contexto polaco de que “los enemigos de Dios siempre dirán mentiras”.
No se me olvidará nunca: para defender la verdad hay que ser libre, libre por dentro y por fuera, libertad interior y libertad exterior. Hay que perder el miedo a decir la verdad. “¡No tengáis miedo!”, no tengáis miedo a la verdad, porque nos hará libres, son las palabras que hace 33 años pronunció el futuro Beato Juan Pablo II y que resuenan hoy con un valor exigente y urgente al mismo tiempo, en una sociedad en la que se ha instalado la mentira en demasiados centros importantes de la vida social, económica y política. La verdad hace libre al hombre, mientras que la mentira lo esclaviza. No lo dijo un Papa polaco hace unos años, lo dice la misma historia del hombre, la historia de ayer y la historia de hoy.
Por Salvador Aragonès
Periodista y profesor de la UIC
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